¿Hablamos de valor o de precio?
Dice Mikel Amigot, director editorial de Iblnews.com, que "lo que no funciona en el mundo real, no funciona tampoco en el mundo de Internet". Algo de razón tiene, aunque Internet, como sistema vivo, es capaz de cambiar modos y funciones. Puede que hasta realidades.
En la freeculture, en la cultura de las opciones gratis o semigratis, lo raro es pagar. Internet proporciona buenas fuentes, buenos medios y buenos recursos. Proporciona, igualmente, buenos virus, buenos artículos insulsos de copia-pega y buena dosis de escritos soporíferos también gratis. Si de lo que se trata es de ver cuántas ventanas es uno capaz de abrir terminará con virtuales agujetas. Además de que, si se abren todas a la vez, lo más probable es que los papeles -también los digitales- salgan volando, o que las sufridas teclas padezcan cierta esquizofrenia contagiada primero por el navegador... luego por el navegante.
Fotogr. de J. A Millán
Raros tiempos los que corren. Por un lado vivimos en la cultura de pagar por todas partes (hipotecas de euribor incierto, letras del coche, electrodomésticos varios, o -incluso-, plazos de las últimas vacaciones). Por otro, en una especie de curiosa invitación permanente a lo gratis que, lógicamente, obtiene singular aceptación. Si ponen la palabra gratis en el google tendrán a su alcance cerca de ¡20 millones de páginas! (Si optan por free alcanzarán la binaria y potente cifra de 1.010.000.000 páginas). Tengan en cuenta que Sida reúne 9,5 millones de páginas; la palabra guerra cerca de 8 y periodismo 1,3. Juzguen ustedes si tienen tiempo, ganas y un buen antivirus que les acompañe por los caminos del free.
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Cuando vengo por las mañanas a la facultad, cada día me recibe alguien con una sonrisa amable y, llueva, haga frío o calor, me regala un diario gratuito que pasa directamente a mi mano. No hay truco. No tengo que juntar chapas de nigún refresco, recortar sellos de ninguna parte o firmar suscripción alguna. Tampoco tengo que comprometerme a venir todos los días o ceder mis datos a algún fichero informatizado para alguna remota base de datos.
Tan fácil como esto. Tras el "muchas gracias" de rigor pienso cuántas manos agradecidas verán estos chicos jóvenes que reparten la prensa gratuita. Recuerdo cuando salió la Gaceta Universitaria. Aquellos periodiquillos con olor a tinta, a fiesta de estudiante y a cierto tufillo de negocio, por entonces más solapado ante la novedad. Ahora quedan amontonados en la puerta de las facultades y son recogidos al gusto. Hace unos quince años, otro joven amable, los entregaba en las clases de la Fábrica de Tabacos con la misma sonrisa que ahora ha volado hasta la facultad de Comunicación. A estas alturas sería una alucinación decir que el éxito de la prensa gratuita esté originado por el chico o chica que reparten el diario. Pero parte de su estrategia de audiencias radica ahí: en acercar el día a día al lector de manera gratuita, cómoda, llevándolo a la mano del destinatario a pie de puerta, semáforo o esquina con un formato ágil, una redacción fácil, llamativa y eficaz. ¿Qué más quieren? Probablemente no encuentren la taza de procelana o el libro del día que regala otro medio de pago en su kiosko habitual. Pero también saben que recoger esas hojas volanderas gratis no va a impedir que usted se acerque al kiosko por la taza -si es que le interesa- con los cromos recortados en mano y, de paso, acceda al abanico expuesto allí de información.
En realidad, el indudable atractivo de los gratuitos queda fuera de toda duda. Los nuevos diarios gratis mejoran, e incluso hay quien habla de gratuitos de segunda generación. Hasta pareciera que los diarios de pago apuestan por los gratis; que en España ya reúnen a más de tres millones de lectores.
Desde este alminar digital facilitado por la blogosfera aún no alcanzo a ver con claridad el horizonte que antes vislumbraban aquellos que desde las alturas esperaban entre almenas las que se les venían. Quizás hubiera sido más eficaz considerar un trapecio -también virtual-, por aquello de ser preferible verlas venir en movimiento. Esta torre, que además de sus raíces -léase cimientos- quiere tener cables no sabe lo que pasará mañana. Ni siquiera esta noche. Aunque cree percibir una lógica y necesaria convivencia entre ambos tipos de recursos; ya de pago, ya gratis, en todas sus variantes, vertientes y métodos. Es cierto que, de un tiempo a esta parte, los medios digitales han tomado posturas ambiguas a la hora de lograr una definición propia. Primero en cuanto a contenidos, formatos, nombres o definiciones se refiere. Luego, a veces a la par que lo anterior, en establecer y asentar una política de mercado clara. Esto último se ha visto traducido en una variedad de opciones al alcance del consumidor. Una diversidad que, en principio, me parece positiva. Cobrar por contenidos especiales, por datos multimedia, por ofrecer la información antes, por...lo que sea. O no.
Cuando la fiebre de la red alcanzó a las redacciones muchos tenían una política bastante clara en cuanto a lo que hacer, pero sólo unos pocos –y no sin cambios posteriores-, algo más difusa en cómo hacerlo. En los noventa, con la red ya enredada por medio mundo, en España los medios tenían algo muy claro: ante todo había que estar. De la manera que fuera, con el formato que fuera, y por supuesto, mantenerse, incluso con costos añadidos. Pronto se vio que la red podía ser un escaparate de mil y un negocios insertos en el medio. Desde hoteles a agencias de viajes, desde centros comerciales a la venta de ordenadores; de lo más surrealista a lo más cotidiano. Ahí estaba el negocio. La enciclopedia del kioskero o la taza semanal de fina loza aparecían virtualmente a golpe de click al abrir ventanas cómodamente desde el sillón de casa o el de la oficina. Aún así el mercado no se ha decantado por una política uniforme de precios, lo que no me parece que sea necesario. La igualdad prefiero exigirla en cuestiones de justicia. El resto, guste o no, debe moverse al vaivén de los tiempos. Porque, ¿hablamos del valor o del precio? Recuerden a Machado y aquello de los necios...
Cuando la fiebre de la red alcanzó a las redacciones muchos tenían una política bastante clara en cuanto a lo que hacer, pero sólo unos pocos –y no sin cambios posteriores-, algo más difusa en cómo hacerlo. En los noventa, con la red ya enredada por medio mundo, en España los medios tenían algo muy claro: ante todo había que estar. De la manera que fuera, con el formato que fuera, y por supuesto, mantenerse, incluso con costos añadidos. Pronto se vio que la red podía ser un escaparate de mil y un negocios insertos en el medio. Desde hoteles a agencias de viajes, desde centros comerciales a la venta de ordenadores; de lo más surrealista a lo más cotidiano. Ahí estaba el negocio. La enciclopedia del kioskero o la taza semanal de fina loza aparecían virtualmente a golpe de click al abrir ventanas cómodamente desde el sillón de casa o el de la oficina. Aún así el mercado no se ha decantado por una política uniforme de precios, lo que no me parece que sea necesario. La igualdad prefiero exigirla en cuestiones de justicia. El resto, guste o no, debe moverse al vaivén de los tiempos. Porque, ¿hablamos del valor o del precio? Recuerden a Machado y aquello de los necios...
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